domingo, 2 de diciembre de 2007

La vieja, el beodo y el pendejo.

La ciudad es un océano gris, y esta parte de la ciudad es un mar quieto. Un mar muerto en la que la luna solo puede influir en los habitantes que están sobre su superficie. El asfalto es un manto sobrepuesto como por un pintor, un Dios creador y cabrón que refleja su pesar con el tinte cuasi negro de un cielo enojado.
El asfalto rajado con innumerables ríos de tinta china ostenta con vaga presunción la sequedad castigada por el sol y la dejadez. Todo acá esta así. Rajado y arrugado por la dejadez, como un pergamino que viaja a caballo a través de la guerra, o a través del tiempo. Del espacio-tiempo. Quien viera estas tierras transformadas unos quinientos años atrás creería que ha cambiado de lugar en vez de tiempo.

También tendría razón.

Entre las rajaduras, en un plano horizontal se ven también arquitecturas crecientes, perpendicularmente, que salen de las entrañas de la pacha mama. Capricho impuesto por la supervivencia del ser humano, hacen de sus casas. Estas verticalidades combinadas con las horizontalidades en un marco de tres dimensiones, hacen juego con su asfalto y la sempiterna dejadez.

En cierta ventana se puede observar la silueta de una mujer (entre bambalinas) que ha decidido observar el mundo a través de ese telescopio cortinado. Lo mira como si ese mundo no fuera de ella (de hecho no lo es), y la intensidad con que disfruta del sentido de la visión era tal que parece un afán científico, como si hubiera descubierto vida inteligente en su poderoso telescopio en otra galaxia.

Esta vieja, Doña Ana, sufrirá la brevedad de la supuesta belleza de la muerte sin preámbulos, con un balazo en la cabeza, en la que luego contaré con exactitud que me sea posible.

No hay extensidad tan breve a la sorpresa de recibir un balazo en la cabeza. Y que nadie pueda ser testigo para contárnosla. En esa milésima de segundo ¿qué queda para atestiguar? ...de ser presentes de esa pintura ¿cuál seria su color? ; y el cuadro de esa pintura a través del punto del supuesto pintor, en ese instante anterior de perder la vida, ¿cuál su escena de visión? ¿borrosa, doble, triple? ¿dorada?

Más arriba, sobre el tanque de agua potable, un gato se lame las patas delanteras, cuyo espectáculo escapa de la sapiencia descriptiva de dicha mujer.

Detrás del plano visible de nuestro punto veo en la parte posterior de la casa, que se alberga un perro dentro del patio semi-ajardinado, descuidado (situación que atestigua el interés anestesiado que provocan las ventanas de los dormitorios).
Dicho perro, viejo ya, no cela más por su territorio contra el aseado animal. Su experiencia determinó que la eterna afrenta nunca cambiará su cualidad temporal. Solo duerme, come, caga, toma agua, mueve su cola al recibir comida y a las frugales caricias recibidas, canta con las sirenas lejanas y aúlla las cercanas, entierra huesos de los cuales muchos están en el limbo del olvido (su experiencia no determinó los efectos de la dejadez de la vejez que ha afectado también su olfato). Los otros huesos que vuelven por la noche, lejos de los hipotéticos ladrones, se los come para no volver a enterrarlos, y hace de sus movimientos una llegada a su punto de partida en su ambigua celda sin techo. Es un preso que no ansia más por su libertad por que no sabría que hacer con ella.
Tiene el aspecto haraposo de la muerte, de la cual no tiene la gracia de ser conciente. ¡Es un afortunado! Tan afortunado como cualquiera quien realmente cree en la fe de la eternidad.

Al lado de la ventana-telescopio hay otra casa. Es la de un viejo que sufre los demonios etílicos paleadores de hígados, que decidió ver el mundo con ojos de borracho. Con su whisky que sabe a madera vieja y barata, como a bambú, sucedáneo de madera y popular, que, mezclado con la coca cola hace un refresco embriagador y efímero como el amor de una puta.
Su óptica panóptica, de la cual paga caro, es mas realista que la de muchos sobrios. Y la realidad es una fantasía tan dura como tan fantasiosa es nuestra dura realidad, suele decir a quienes se sienten desdichados como él. Y como él, no se consuelan con dicho aforismo. Así ve todo, en un marco circular como sus discos, aunque al revés se oye distinto, dice lo mismo pero en una atmósfera ininteligiblemente invertida... hasta satánica.

Este señor, ya jubileta, pensionado y agraciado de rentas que hacen posible su alcoholismo, acostumbró coleccionar sus botellas a modo de trofeo. El concepto, distinto que sus discos, que tomo para tal empresa era de la siguiente manera: importa más la cantidad que la calidad. Como aquellos que se dedican al mundo financiero, donde la ley es a "toda costa". En su situación “costa” es a saber: el hígado; el cáncer de colon que aun no tiene ni tendrá noticias; malas digestiones; hemorroides que eran equivalentes a apagarse un fósforo en el proceso de quemado de la pólvora en el culo al cagar; el principio de un delirium tremens por la mañana acompañada de insectos y distintas alimañas que este comprendía que era efecto de alucinaciones, que no les asustaba (al menos no del todo) sino, que los miraba absorto con palpitaciones dignas de una zamba carioca, y que iba eliminando a fuerza de ginebra bautizada como la de los “buenos días”.
Sus trofeos, antes mencionado, le fue mentado a la memoria cuando abrió su cajón para la petaca de coñac casi muerta (estamos en el atardecer, los cuba libre vienen para la cena), y recordó la primera colonia vacía en un desesperado intento en calmar su sed en horas y espacios insalvables. Se volteo y la vio entre licores vacuos de contenido en la segunda hilera. La primera fila, al ras del suelo, seguía la silueta de todas las paredes sin puertas que había quitado (menos la de la entrada). La segunda hilera, sobre unas baldas de madera forradas de laminas blancas, casi pegaban la vuelta de la casa, todas paradas de frente como soldados de plomo.
Pensaba, que al llegar al techo, en el ultimo espacio vacío del perímetro, habría logrado algo que vale la pena.

A tres cuadras de ahí, Hernán, buscaba el esperado debut sexual del cual sentía cercano. Tomo unos mates con su vieja en la cocina, mientras le confesaba la convivencia dura de las calles en la cual se vio obligado a comprar para portar una treinta y ocho robada y con el número limado. Esta, a su manera de ninfa egeria y con la diplomacia de una adolescente con lastre de madre preocupada en la voz, le replico: -No seas tan pelotudo.

-Pelotudo sería estar en la calle bajo las miradas de todos los drogados, con coche nuevo, con trabajo, o sea guita, y sin defensa del que nadie sepa que voy con chumbo. Y encima solo.-

Dio portazo. Se fue a la calle donde su auto, se subió, abrió la guantera, puso un cd muy malo, y dentro de su caja en el librito del disco, saco una bolsita aplastada con cocaína que aspiro de un viaje y chupo sus restos con placer demoníaco. Arranco con el mentón torcido, sus ojitos ávidos de movimientos y una dureza de busto en la nuca, a buscar a su amorcito. Marcho rápidamente hacia delante para virar luego dos veces a la izquierda, luego a la derecha en dirección de las casas de Ana y el beodo.

Iba pensando en como ligarse a su novia para el telo cuando de reojo la vio pasar en dirección contraria con paso apurado. La siguió con la mirada donde su cuello tieso cedió a un esfuerzo inconmensurable. Bajo una marcha siempre con la mirada en ella y su andar de seda. Esa distracción le costo pegarse un palo con una chevy bien cuidada por un fanático del automovilismo. Este bajo aceleradamente con una cruz en la mano y la boca llena de puteadas que escupía con nervios. A Hernán la pantomima le desato los nervios (pulidos y acerados con el rompecaños) y le hizo rebuscar bajo su asiento la treinta y ocho que estúpidamente mal escondía, mientras el “comehiervas” (como les dicen a quienes son fanáticos de dicho coche) decía casi con la saliva:

- ¡Baja! ¡Conchatumá! ¡Baja! ¡Que te rompo los dientes conchatumá!

Bajo el conchadesumá con el índice en el gatillo y el martillo sin seguro. La impresión del otro que no esperaba a semejante imberbe tan decidido y preparado para el litigio, casi le hizo perder la facultad de contención de su mano derecha y dejar caer su ahora mísera arma en forma de cruz.
A los gritos y con un sucedáneo de mal de parkinson Hernán le soltó:

- ¡¿Qué dijiste boludo?! ¡¿Qué te pasa ahora loco?!- Hasta su voz le salió temblorosa.

- Para pendejo, aguanta que me hiciste mierda el fierro. - Le dijo con acento de lástima de si mismo por su desgracia acontecida.

- ¡¿Para?! - (con muchas aes en la segunda sílaba) - ¡¿Para?!- Repitió de la misma manera.

A todo esto la chusma tenía el espectáculo en su propia ventana, se sentía como si estuviera en el palco de Maradona con Maradona. El borracho salió un momento de su mundo por el quilombo generado y también a la calle.
Hernán apuntaba a la cara de su contrincante con agua en los ojos y las manos danzando una electricidad. El contrincante más asustado que atento, le aventó con la cruz a la mano asesina. Lo golpeo de tal manera que soltó un disparo a noventa grados de donde apuntaba y le regalo una picadura de plomo en la frente a Doña Ana. Esta calló al suelo como si un cuerpo de golpe y porrazo se quedara sin esqueleto. Del cráneo trepanado emanó sangre, haciendo de la alfombra un siniestro secante. Afuera, todos impresionados del suceso, miraban hacia la ventana agujereada con la boca entreabierta como si nunca lo hubieran visto en vivo y en directo (que en efecto así era), alardeando inconcientemente de una experiencia, que como todas, es singular. El escaviado corrió para ver el resultado de la ventana, largó un sollozo que pareció el susto de un mogólico. Se volvió a su casa sin cerrar la puerta y llamo a la policía y a la ambulancia tartamudeando por el cagaso en el cuerpo por su aciago final. Cuando termino las llamadas se sentó en la mesa de la cocina y escribió mientras sus ojos no escampaban:

“Todas mis cosas se las dejo a Alejo Damián Martín, mi sobrino, y todo es mi casa y mis casas y sus cosas; mi cuenta del banco que dejo escrito sus números por detrás de esta declaración; y declaro: Yo, Humberto Gil, me suicido para aprovechar que vino la policía, la ambulancia y la muerte. A todos quiero ahorrarles tiempo y dinero”

Se fue a la cocina, abrió un cajón y agarro un tramontina entre pedacitos de migas y pequeños rastros de comida podrida mientras una cucaracha rubicunda paso como un flash sobre los filos acerados (le recordó que el instinto de conservación es bueno para todas las especies menos para la humana). Se puso delante de la segunda fila de botellas, frente a la de la colonia y se hizo un hara quiri arrodillado, con sus dos manos. Vio su vida en tres segundos y se apago. El perro aulló y de la herida emano lo que Cristo utilizó como sangre.

Sin duda en el asfalto hay innumerables ríos de tinta china que mueren en un mar de alquitrán. Ahora la pregunta es: ¿Porque existe la inevitabilidad ante situaciones evitables?

2 comentarios:

Edgar I. Martínez dijo...

Espero como tu, que las ciudades dejen de ser tumbas de brujas muertas, y nos apoderemos de ellas de una vez, con letras, con música, embriagándolas,pero sin ser superfluos, ni efectistas.

me alegro de ver tu indemnidad en la red,como una cavatina flotando al infinito.

Anónimo dijo...

Martin, admiro tu forma de expresar en palabras, este relato que me parecio fascinante, no por su triste y evitable final, sino por hacer una cronica exquisita de hechos que ocurren a diario en el mundo de los humanos.

Paisaje urbano

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